miércoles, 11 de noviembre de 2015

"PAPÁ DAME UN RESPIRO".



CARL HONORÉ

Los adultos han secuestrado la infancia de los niños. El impulso de modelar a los hijos con un celo sobrehumano, la llamada "hiperpaternidad", evidencia el fracaso del modelo infantil actual. Es lo que el autor de 'Elogio de la lentitud' defiende en su nuevo libro, 'Bajo presión'. Y se pregunta, qué significa ser niño y padre en el siglo XXI.

Para realizar la investigación del libro pasé dos años viajando por toda Europa, América y Asia analizando la situación de la infancia en la actualidad. Visité colegios, guarderías, clubes deportivos, laboratorios y ferias de juguetes; me entrevisté con profesores, entrenadores, concejales, publicistas, policías, terapeutas, médicos y cualquier experto en desarrollo infantil.
Hablé también con cientos de padres y de niños, y seleccioné las últimas investigaciones científicas.
Lo que descubrí es que los adultos han secuestrado la infancia de los niños de una manera nunca vista hasta ahora. Bajo presión explora el porqué del fracaso del modelo infantil actual y ofrece propuestas de todos los rincones del mundo para ayudarnos a encontrar una solución. El libro no es un manual para padres. Mi intención va más lejos: redefinir lo que significa ser niño y padre en el siglo XXI.

Como padres, sentimos el empeño de empujar, modelar y educar a nuestros hijos con un celo sobrehumano para darles lo mejor de todo y hacer de ellos los mejores para todo. Pensemos en la colección de DVD de Baby Einstein o en la de yoga para niños; en el último modelo de iPod; o en los GPS con dispositivo de localización para las mochilas; clases de ballet, de fútbol, de cerámica, de yoga, tenis, rugby, piano, yudo. Sentimos que fracasamos si nuestros hijos sufren de algún modo y no brillan como artistas, profesores o atletas.
En todo el mundo, esta forma de controlar al milímetro la educación de los niños es conocida con diferentes nombres. Algunos la llaman "hiperpaternidad". Otros se refieren a ella como padres helicóptero, porque siempre están vigilando. Los canadienses bromean con los padres quitanieves, que marcan un camino perfecto en la vida de sus hijos. Incluso en los países nórdicos, donde se supone que viven gloriosamente relajados, se habla de padres curling: mamá y papá despejando frenéticamente el hielo por delante de su hijo.
Está claro que no todas las infancias son iguales. No se encuentran muchos niños superprotegidos en los campos de refugiados de Sudán o en las chabolas de Suramérica. Incluso en los países desarrollados hay millones de jóvenes, sobre todo entre familias humildes, que tienen más probabilidades de padecer poca protección que de estar sobreprotegidos. Seamos honestos: la mayoría de los padres helicóptero proceden de la clase media. Aunque esto no significa que este aspecto cultural afecte solamente a la gente acomodada.
A medida que un cambio social se produce, la clase media en general marca el camino a seguir. Y, además, el exceso de protección de los niños está minando la solidaridad social, ya que cuanto más obsesionadas están las personas con sus propios hijos, menor es el interés por el bienestar de los demás.
Los padres también forman parte de esta ecuación. Fuera de casa, todos, desde los gobiernos hasta la industria publicitaria, tratan de manipular la atención de los niños para ajustarla a sus propios planes. Recientemente, un grupo de parlamentarios ingleses advirtió de que hay muchos niños cuyo sueño es crecer para ser hadas, princesas o estrellas de fútbol. La solución que plantearon: aconsejar a los niños de cinco años sobre la profesión que querían ejercer de mayores.
El consumismo ha entrado sigilosamente en cada rincón de las vidas de los niños, algo que parecía intocable. Sólo el simple hecho de dormir en casa de una amiga se ha convertido en estos momentos en una oportunidad para empresas publicitarias como la Agencia de Inteligencia Infantil, que patrocina fiestas en las que las adolescentes prueban nuevos productos y rellenan cuestionarios. Los trabajadores de McDonald's visitan los hospitales para entregar a los niños juguetes y globos, así como folletos para promocionar su comida. Juntando estos datos, estimamos que muchos niños ven hoy día unos 40.000 anuncios al año.
Al mismo tiempo que permitimos que nuestros hijos se entreguen al consumismo, les protegemos entre algodones y les prevenimos ante riesgos que realmente les harían bien. En muchos países, los gobiernos han prohibido actividades peligrosas tales como las canicas, el juego de corre que te pillo o las peleas de bolas de nieve. Casi la mitad de los niños ingleses con edades comprendidas entre los 8 y los 12 años nunca se han subido a un árbol porque sus padres piensan que es muy peligroso. No importa que en la mayoría de los países el delito de pedofilia sea menos frecuente de lo que era hace una generación (ocupa más espacio en las portadas de los medios). Tenemos tanto pánico a que nuestros hijos puedan convertirse en un caso similar al ocurrido con Madeleine McCann, que les encerramos en casa como a las gallinas.
Veamos lo que ha sucedido con la educación. Los niños reciben cada vez más pronto clases particulares y hacen evaluaciones una y otra vez con el fin de que las notas sean más importantes que el aprendizaje en sí mismo. Hoy día, más que nunca, muchos niños toman medicamentos como el Ritalin para ayudarles a concentrarse en los estudios. Al fin y al cabo, ¿qué son los medicamentos? El no va más del control al milímetro.
En la actualidad, mires donde mires, el mensaje que recibimos es el mismo: la infancia es demasiado preciosa para dejársela a los niños, y los niños son demasiado preciosos para dejarlos solos. Pero ¿esto es malo? Tal vez sea este control al milímetro de resultados. Tal vez estemos formando a los niños más sanos, más brillantes y más felices que nunca antes hayamos visto. O tal vez no.
Desde luego, deberíamos tomar con cierta precaución los informes sobre que el concepto de infancia se muere. Son muchas las ventajas de crecer en un mundo desarrollado de principios del siglo XXI: los niños tienen menos probabilidades de padecer desnutrición, abandono, violencia o muerte que en ningún otro momento de la historia. Están rodeados de comodidades impensables hace una generación. Legiones de profesores, políticos y empresas utilizan todos sus esfuerzos para procurarles nuevas fórmulas de alimentación, educación, moda y entretenimiento. La ley internacional protege sus derechos. Son el centro del universo de sus padres.
Y aun así, algo sigue mal. Todo este control al milímetro, aunque bien intencionado, está fracasando. Los niños necesitan mucha orientación y un firme empujoncito de vez en cuando, pero cuando los adultos mandan, cuando cada situación es programada, supervisada o estructurada, hay que pagar un precio.
Comencemos por la salud. Los niños, encerrados en casa y sentados en el asiento trasero del coche mientras conducimos, están creciendo más gordos que nunca. La Asociación Internacional para el Estudio de la Obesidad calcula que en el año 2010, el 38% de los niños menores de 18 años de Europa y el 50% de los de América del Norte y del Sur serán obesos. Más aún, los kilos de más les están condenando a padecer enfermedades coronarias, diabetes tipo 2, arterioesclerosis y otros desórdenes en otro tiempo típicos de adultos.
Los niños deportistas también sufren. Los jóvenes que realizan mucho ejercicio acaban agotados. Lesiones como rotura del ligamento cruzado anterior, antes muy comunes entre atletas profesionales y universitarios, abundan ahora entre los estudiantes de secundaria y son tremendamente frecuentes entre los niños de 9 y 10 años.

Y tal como funciona el cuerpo, así lo hace la mente. La depresión y la ansiedad infantil -y el abuso de drogas, autolesiones y suicidio que a menudo los acompañan- no son hoy día más comunes en los guetos urbanos, sino en los elegantes barrios del centro de las ciudades y en las arboladas zonas residenciales de las afueras donde la emprendedora clase media ejerce su presión sobre los niños.
Los niños controlados al milímetro pueden pasarlo muy mal para valerse por sí mismos.


La realidad es que los niños necesitan tiempo y espacio para explorar el mundo por sí mismos: así es como aprenden a pensar, a imaginar y a tener relaciones; a tomar gusto por las cosas; a saber qué quieren ser en lugar de ser lo que nosotros queremos que sean. Cuando los adultos controlan al milímetro la infancia de los niños, éstos pierden todo lo que da satisfacción y sentido a la vida: pequeñas aventuras, disfrutar del sentimiento anárquico, viajes secretos, juegos, contratiempos, momentos de soledad e incluso de aburrimiento. Sus vidas se convierten en extrañamente sosas, sin logros personales y en cierta medida, aburridas y artificiales. Pierden la libertad de ser ellos mismos, y lo saben. "Soy el gran proyecto de mis padres", dice Ana Placente, una niña de 13 años de Madrid. "Incluso cuando estoy a su lado, hablan de mí en tercera persona".
Y no olvidemos lo que toda esta presión produce también en los adultos: cuando el cuidado de los hijos se convierte en un cruce entre el desarrollo de un producto y un deporte de competición, la paternidad pierde su mágico sentido.
Otra de las situaciones que también está cambiando es nuestra tendencia a envolver entre algodones a los chicos para protegerles del más mínimo riesgo. Los niños de tres años de un jardín de infancia de Escocia pasan el día en el campo soportando el riguroso frío, haciendo hogueras y conociendo las setas más venenosas. Seguro que se hacen arañazos o se queman, pero vuelven al colegio más felices y seguros de sí mismos, y menos propensos a enfermedades y alergias. Y si no, hojeen el éxito mundial El libro peligroso para niños, un práctico manual lleno de ideas para que los chicos se diviertan con todo tipo de juegos de alto riesgo, desde carreras de karts hasta cómo hacer tirachinas o catapultas.
Todos estos cambios implican un menor control en la atención hacia los niños y en permitir que las cosas sucedan por sí mismas en lugar de forzarlas. Pero todavía queda mucho por hacer. Necesitamos colegios, deportes, publicidad, tecnología y planes urbanos más adaptados a las necesidades infantiles. Tenemos que volver a la idea de que una parte esencial de la salud infantil es que jueguen solos, sin metas y objetivos. Una buena idea para empezar sería dejarles una o dos horas al día entretenerse ellos mismos sin la ayuda de adultos o de ordenadores.
Aunque para conseguir los objetivos, los padres tienen que aprender a relajarse. Pero ¿cómo sabemos si estamos forzando demasiado a nuestros hijos? No siempre es fácil, porque la línea entre los padres que se ocupan y los que se ocupan en exceso puede ser muy fina, aunque, con todo, hay señales indicadoras de peligro. Puede que se extralimite si le hace los deberes a su hijo o que le grite hasta quedarse ronco mientras juega en un acontecimiento deportivo; tal vez le espía mientras navega por las páginas de MySpace o no le permite arriesgarse, tal y como usted hacía a su misma edad; o quizá comprueba que se ha quedado dormido en el coche de camino a una de sus actividades extraescolares o a lo mejor le recita palabra por palabra lo que ha hecho mal.
El primer paso para relajarse sería dejar de lado el perfeccionismo. No hay una receta mágica para ser padres. La ansiedad y las dudas son una parte natural de la educación y no una señal para comenzar a controlarles al milímetro incluso con más firmeza. La infancia no es una carrera que sólo pueden ganar los mejores, los niños alfa. Cada niño es diferente. Observe a las personas de su entorno social que más admira: comprobará que han seguido varios caminos hasta llegar a ser adultos. Muchos de ellos probablemente hayan madurado tarde. Y la mayoría han prosperado en la vida gracias a no haber sido controlados al milímetro desde su nacimiento.
Aun así, una menor atención no es siempre la mejor solución. Tenemos que actuar con mano dura si queremos proteger a nuestros hijos del consumismo. Por eso, muchos padres de todo el mundo han emprendido una campaña para impedir a las empresas poner anuncios publicitarios en los colegios. Hay también una reacción contra la tendencia a celebrar fiestas de cumpleaños por todo lo alto. Son numerosos los padres que están poniendo límite al importe de los regalos e incluso eliminándolos por completo. Otros acuerdan con los invitados un importe máximo. En otras palabras, los padres están aprendiendo de nuevo el arte olvidado de decir "no".
Hay muchos niños hoy día que realmente necesitan escuchar con más frecuencia la palabra "no". Aunque, al mismo tiempo que invertimos tiempo, dinero y energía en ayudar a nuestros chicos a tener un currículo impecable, tendemos a titubear cuando se trata de impartir disciplina. Parece más fácil decir sí a jugar una hora más con la Nintendo o a que dejen su cuarto desordenado. Pero los niños necesitan disciplina y firmeza de vez en cuando. Los límites les ayudan a sentirse seguros y a estar preparados para la vida en un mundo construido a base de compromisos y reglas. A veces, los niños necesitan que les digamos "no".
El resultado final es que cuando se trata de la educación de un hijo, tenemos que aprender cuándo hacer más y cuándo hacer menos, cuándo ser blandos o cuándo ser duros. Por desgracia, los padres no podemos comprar o alquilar esa sabiduría: nos sale de dentro. Conocemos a nuestros hijos como nadie, lo que significa que lo mejor para un padre es confiar en nuestros instintos. Escribí Bajo presión para dar a los lectores confianza para poner límites a la presión social y a los mensajes confusos de la industria publicitaria y de los medios de comunicación a fin de encontrar el equilibrio que mejor convenga a su familia.
En cuanto a mí, bueno, me siento mejor porque logré encontrar ese equilibrio. Hace poco, mi hijo me dijo que tenía intención de matricularse en un centro para dar clases de dibujo. Conseguí mostrar mi satisfacción sin decir "te lo dije". Es su decisión y sé que tiene que ser así. Sólo espero recordar aquella lección cuando vaya a organizar su primera exposición.


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